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Máscaras digitales, por Amaranta Hank

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Máscaras digitales, por Amaranta Hank

Las redes sociales, que hemos usado como plataforma para compartir nuestros talentos, capacidades, carisma y sensualidad; las mismas que nos han permitido sentir y afianzar la seguridad en nuestro ser, también son el escondite de quienes se hacen fuertes cuando destruyen. Dale a un hombre una red social y aplica la frase de Oscar Wilde “Dale al hombre una máscara y te mostrara su verdadera cara”.

Cuando voy por la calle me dicen frases bonitas, algunos piropos y me piden que nos tomemos un par de fotos. Cuando llego a casa y reviso mis redes sociales, encuentro decenas de mensajes donde me llaman ‘gorda’, ‘puta’, ‘zorra’, ‘enferma’; o donde me dicen cuánto ansían meterme su miembro –con fotografía anexa- y darme “como a rata”. 

Entre las tantas posibles víctimas que ofrece el bullying hay un espacio reservado para las mujeres que hacen parte de la industria de entretenimiento para adultos. Aunque las estadísticas de las plataformas nos confirmen que todos –al menos quienes sepamos utilizar un aparato tecnológico- hemos disfrutado de contenido pornográfico y erótico, a una gran mayoría le apena aceptarlo y, además, esa gran mayoría nos da la orden de que sintamos vergüenza por fabricar ese contenido.

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Otros, nos obligan a atender su morbo, invadiendo nuestros espacios personales. A veces, cuando rechazo comentarios vulgares me dicen: “¿Por qué te quejas? ¿Sales en videos pornográficos y no quieres que te traten como a mercancía?” La diferencia está en que mis contenidos están dispuestos para que los consuman quienes quieran y ellos, con sus mensajes me obligan a ver lo que no quiero ver.

Hace algún tiempo una chica trató de suicidarse en Medellín. Se lanzó al Metro después de que se filtraron algunos de sus videos como modelo webcam. Muchos opinaron que debía esperarse que se filtraran los videos porque es imposible ocultar algo en la web.

Elegir ocultar la identidad o los contenidos para el país de origen es una decisión personal de las modelos; robar contenidos y publicarlos es un delito; y ridiculizar a una mujer por un trabajo honesto y complejo, es inhumano.

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No medir los límites del daño que pueden causar los ataques modulados por el prejuicio, hasta llevar al límite a alguien porque es feliz sin hacer daño a nadie, es uno de los actos más bajos de deshumanización, a la par del asesinato. Una de las ofensas fue el detonante de su decisión, esa ofensa le dio vueltas a su cabeza desde que salió de su casa hasta que llegó al Metro. Quien robó, publicó, compartió o reprodujo ese material, invadió el espacio personal de una mujer que había decidido que no quería que su cuerpo fuese visto en su país.

Cuando le pregunto a algunos por qué me ofenden con tanta vehemencia, me dicen: te ves tan fuerte que no pensé que te importara. Y les explico que estar tan expuesta hace que esos mensajes se multipliquen por cien o doscientos a diario. Y que por más placer que me genere el trabajo que hago, por más que disfrute compartir mi cuerpo y mi ser con quienes les gusta lo que hago, soy tan humana que a veces lloro en la ducha, que a veces quiero un abrazo y que a veces llego a pensar que los mensajes de odio tienen la razón.

La sensatez ha quedado en plano inferior. La bandera de lo absurdo ondea en el pensamiento colectivo, la humanidad se pierde entre prejuicios y reglas compartidas como tradiciones orales, que son pieza clave del retroceso. Y es ahí cuando preferimos abrazar a un perro y no a un humano.

Lo bueno es que, en la mayoría de los casos, los momentos de tristeza acaban tras un rato y luego podemos volver a las personas detrás de la pantalla para quienes somos importantes –a veces, tan importantes como nadie más podría serlo- y los otros, quienes nos han ofendido, se pasean cambiando de máscara, insultando a quien se aparezca, mientras el Gobierno les da por el culo y nosotras recibimos tokens.

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