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Hierofilia sin piedad

Confesiones SIN CENSURA

Hierofilia sin piedad

Tenía 15 años, la sensibilidad e indolencia propias de la pubertad me incitaban a pasar por alto la culpa de una cultura impuesta. No obstante, sentir excitación en el cine tras ver un film en el cual, el suplicio y dolor de un sujeto que redime pecados a través del sacrificio, me daba la impresión, aunque de forma implícita, que las tendencias sádicas y masoquistas moldearían mi comportamiento sexual.

Viernes Santo. Me encontraba sola, el resto de la familia estaba en la iglesia presenciando el Sermón de las siete palabras. Frente al televisor la imagen cruda de un hombre bañado en sangre, mientras un verdugo con cara de demonio y fuerza de animal, saciaba su instinto violento a través de un azote que desgarra la carne.

Mi virgen vagina se contraía a la espera del deceso de ese barbado y guapo hombre al que todos veneran, más por la compasión que despierta su esbelta imagen, que por el amor que profesa. No estaba preparada para desvirgarme, pero no pude quitar de mi mente la idea del dolor. Era algo placentero, pero exigía saciar esa necesidad de acción. La casa de mi abuela era un escenario pobre para el cometido; las ligas de la cortina me sirvieron para adornar mis muñecas que ansiosas acudieron a frotar mi centro de placer desnudo. Pero el toque mágico fue puesto en escena por un escapulario de piedras negras mate, que, tras haberlo roto, se convirtió en una liga que rodeaba mi cintura con gran fuerza y precisión. Casi podía darle dos vueltas, y la carne intentaba escaparse por entre las fisuras de la cadena.

Mi vientre había quedado haciendo presión hacia abajo, mi cuerpo sometido al dolor, mientras la imagen del televisor motivaba la imaginación. Continué la danza, palpaba sobre mi clítoris, mientras miraba con culpa y deseo el crucifijo que pendía del nudo bajo mi ombligo, convirtiéndose en un símbolo de placer más que redención. 

Estando cercano el éxtasis, el frenesí de mi cuerpo rompió el rosario y dejó expuesta la marca del suplicio… Cincuenta esferas color carmesí tatuaban el contorno de mi cintura y, con cada una de ellas quedaron en mi tallado los «ave maría», que desde entonces serían odas al placer y el fundamento de un fetiche en el que el crucifijo ya no era más que un objeto esbelto y potencialmente fálico con el que más adelante destrozaría la entrada a mi útero.

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Amy Wells

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