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Quemaron sus genitales por recibir dinero de un usuario en Japón

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Quemaron sus genitales por recibir dinero de un usuario en Japón

La BBC News Mundo, publicó en su web la escalofriante historia de las esclavas del sexo latinoamericanas en Japón.

Las mujeres vulneradas han sido chicas de todos los tipos, jóvenes de familias de clase alta y baja, y otras que se han lanzado a las calles para ejercer la prostitución. Resulta más seguro ser modelo webcam, que dejarse tentar por las promesas de una vida ideal lejos de casa u optar por la prostitución

El texto de la periodista Margarita Rodríguez, explica como Marcela Loaiza conoció a un hombre en Pereira, Colombia, quien la motivó a salir del país tras decirle sobre el potencial inmenso que tenía para triunfar como bailarina en el exterior.

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Marcela daba clases de baile y amenizaba fiestas, una actividad que hacía para complementar sus ingresos como cajera de una tienda de almacenes, explica la BBC. Sin embargo, nunca pensó que acabaría en Japón, explotada sexualmente.

Las colocaron desnudas, una al lado de la otra. Eran varias.

Entre ellas había una cierta distancia para que pudieran cumplir con una orden: estirar los brazos y abrir las piernas hacia los lados.

De repente, a una de ellas se le cayó algo de la vagina.

Era un condón con dinero en su interior.

Sucedió durante una de las inspecciones que los tratantes de Marcela solían hacerles sin previo aviso a las mujeres que explotaban sexualmente en Japón.

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«Al ver qué era, a mi compañera le quemaron sus genitales con un cigarrillo», me cuenta.

«Al día siguiente, como si no hubiese pasado nada, la forzaron a seguir trabajando. Tenía que pagar su cuota».

«Y ahí comenzó una ley: ‘Aquella que descubramos que se esconde dinero, le quemaremos sus genitales‘. Yo no lo viví pero lo vi. Nunca me atreví a hacerlo porque me daba mucho miedo».

Ni ella ni sus compañeras recibían dinero de los clientes.

«Ellos siempre pagaban en el hotel o en el sitio a donde nos llevaban, pero a veces nos daban propinas y eso también (los proxenetas) trataban de quitárnoslos».

El principio del infierno

El hombre que se le acercó a Marcela Loaiza en una discoteca de Pereira, Colombia, no tenía intenciones de bailar con ella ni de enamorarla.

Sólo quería presentarse y decirle que tenía un potencial inmenso para triunfar como bailarina en el exterior.

En ese local, ella daba clases de baile y amenizaba fiestas, una actividad que hacía para complementar sus ingresos como cajera de una tienda de almacenes.

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Al principio, la joven de 21 años no le prestó atención, pero cuando su hija de 4 cuatro años se enfermó y tuvo que ser hospitalizada, se acordó de la tarjeta que le había dado Pipo, el «agente» y lo llamó.

Le contó la emergencia por la que estaba pasando, pues había perdido sus empleos por estar al cuidado de su hija.

Pipo se mostró muy comprensivo. Le ofreció una suma de dinero para cancelar los gastos médicos de la niña.

Después, le dijo, ella le pagaría con «el dineral» que haría bailando en el país donde «seguramente la iban a contratar».

Madre soltera, de orígenes humildes, Marcela aceptó por desesperación.

Con su hija recuperada y de vuelta en la casa con su abuela, decidió irse.

Pero no le dijo a nadie. Así se lo pidió Pipo, para evitar tristezas y arrepentimientos de última hora.

«Sólo le dije a mi mamá que me iba a Bogotá a buscar trabajo para pagar las deudas». Y se fue.

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Nueva identidad

Marcela estaba emocionada porque se montaría en un avión por primera vez.

«Me sentía la diva de Hollywood que iba a cambiar su vida», me cuenta.

Pipo nunca le dijo a qué país iría. Sólo se lo reveló cuando la dejó en el aeropuerto.

«Poco antes de montarme en el avión, cuando me entrega los pasabordos, me dice que me iré a Japón» vía Amsterdam, Holanda.

Junto a las tarjetas de embarque y dinero efectivo, Pipo le entregó un pasaporte falso.

«Me dijo que en la entrada a Japón de pronto me podían poner problema (si viajaba como colombiana) y que con ese pasaporte iba a ser más fácil».

Fue así como terminó viajando como Margaretta Troff.

Cuando llegó a Japón, se enteró de que ya no sería ni Marcela ni Margaretta. La llamarían Kelly.

Así se lo dijo la mujer colombiana que la recibió en el aeropuerto y que la llevó a su casa, donde había otras mujeres.

Un día después le explicó que su trabajo sería «putear» para pagar la inmensa deuda que le debía por concepto de pasaporte, boletos de avión, vivienda, alimentación, transporte y dinero entregado por adelantado.

Cuando Marcela le trató de explicar que había una confusión y que llamaría a la policía, la mujer le dijo: «Llámela, pero no le garantizamos que llegue a tiempo al entierro de su hija».

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Así comenzó su pesadilla en Japón.

Era mediados de 1999 y había caído en manos de la mafia Yakuza.

El nombre Yakuza procede de los números 8, 9 y 3, que en un juego de cartas japonés es una mala jugada, una mala mano.

El origen de la organización se remonta al siglo XVII y está constituida por grupos que aglutinan a unos 60.000 integrantes.

Los grupos yakuza no son ilegales, pero muchas de sus ganancias se obtienen ilícitamente a través de las apuestas, la extorsión, la prostitución y el narcotráfico.

Sus miembros se han distinguido por sus elaborados tatuajes y, en algunos casos, por la ausencia de un dedo: cortarlo es una forma de castigo dentro de su estricto código de honor.

«Era mejor hacer lo que ellos me pedían»

Esa noche, Marcela se vio obligada a ponerse ropa muy ligera y tacones.

Saber que sus captores conocían los movimientos de su familia la hizo desarrollar un miedo permanente.

La dejaron en una calle de Tokio donde se ejercía la prostitución.

Siempre era transportada de un lugar a otro por sus captores y la tenían constantemente vigilada.

«Cuando estaba en la calle tenía clarísimo que era mejor hacer lo que ellos me pedían porque veía cómo drogaban a las otras chicas (las agresivas, las que se rebelaban). Yo preferí soportar lo que estaba pasando con tal de no consumir drogas».

«Es que las hacían volverse adictas y después ellas mismas lo pedían (ser drogadas)».

«Conocí a una mexicana, una venezolana, varias colombianas, peruanas, muchas rusas, filipinas», evoca de esa época.

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Más de un año

Fueron 18 meses de explotación sexual diaria. Hubo golpizas, al punto de quedar inconsciente y desfigurada, afirma.

Vio morir a una prostituta colombiana a golpes y con cadenas, víctima de un grupo mafioso rival.

Quiso suicidarse, pero el recuerdo de su hija y la ilusión de volver a abrazarla se lo impidieron.

Marcela me cuenta que veía a un «salvador» en cada hombre que entraba en la habitación que sus captores le asignaban.

«Por eso a todos les pedía ayuda. Pero no me entendían por el idioma, eran japoneses. Y, si me entendieron, les dio igual y se hicieron los locos».

El dibujo

Hubo un cliente que se enamoró de ella, iba a los clubes de stripears donde la obligaban a bailar y la «pedía» en todos los lugares a los que sus tratantes la llevaban.

«Ellos (los clientes permanentes) conocen bien ese mundo. Saben que los proxenetas nos cambian de sitios. Es como un círculo, un circuito, él sabía cómo funcionaba y sabía en dónde estaría. Iba y me buscaba», me dice.

Marcela le hizo un dibujo de una muñeca llorando y unas flechas que conducían al mapa de Colombia.

Usó innumerables gestos, algunas palabras que había aprendido en japonés y ese dibujo para suplicarle que la ayudara a escapar.

«Era muy complicado. Yo le decía que no quería dinero, que me quería ir, pero no me entendía».

El proceso de hacerle comprender a ese cliente lo que ella quería, le tomó ocho meses y varios dibujos.

Pero no fueron en vano.

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«Corrí, corrí, corrí»

Juntos y con la ayuda de otra compañera que había pagado su deuda con los tratantes, planearon el escape.

Siempre se comunicaron con papelitos, los cuales Marcela destruía meticulosamente para evitar que sus tratantes los encontraran, no sólo por temor a lo que le pudieran hacer a ella sino a él.

Le llevó una peluca y ropa y se las dejó dentro de una bolsa en un McDonald’s que quedaba muy cerca del lugar donde tenían a Marcela trabajando.

«Él me ayudó, me dejó dinero, me dibujó el mapa para llegar al consulado de Colombia, me explicó qué autobús y qué tren tomar».

En un descuido del hombre que la vigilaba, se escapó.

«Corrí, corrí, corrí», me cuenta.

Tras seguir las instrucciones de su cliente, llegó al consulado. «Ellos me ayudaron a regresar a Colombia».

Uno de sus mayores temores quedaba en el pasado: que tras haber terminado de pagar su deuda, la vendieran a otro grupo criminal en Japón.

De víctima a activista

Marcela Loaiza ha escrito libros sobre su experiencia y viajado a diferentes países de América Laina con las Naciones Unidas para dictar conferencias y hablar en escuelas, universidades e instancias judiciales y consulados sobre la trata de personas.

La organización que fundó, y que lleva su nombre, tiene sedes en Colombia y Estados Unidos. Desde allí, trabaja para apoyar a sobrevivientes y promover la prevención.

«La gente puede llegar a ser muy cruel con las víctimas», reflexiona.

Más allá de Japón

Andrea Bravo, la directora de la fundación Marcela Loaiza en Colombia, me contó que desde su creación, hace siete años, han atendido a sobrevivientes colombianas de otras partes de Asia, no solamente de Japón.

De hecho, en octubre, la fiscalía de Colombia informó que un juez había condenado «en ausencia» a más de 30 años de prisión a una mujer acusada de manejar una red transnacional de trata.

«Las mujeres reclutadas terminaban en manos de redes de controladores de la organización criminal que las obliga a ejercer la prostitución, convirtiéndose en damas de compañía de los jefes de la mafia japonesa conocida como Yakuza, lo mismo que de empresarios extranjeros en Indonesia, Filipinas y Hong Kong».

Aunque las fuentes consultadas por BBC Mundo coinciden en que el número de víctimas latinoamericanas de trata en Japón empezó a disminuir considerablemente desde finales de la década del 2000, advierten que la dinámica de la trata internacional no permite bajar la guardia y que Asia sigue siendo un destino para mujeres vulnerables.

Lee el texto completo aquí 

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