La pequeña muerte

Me puso de rodillas, tal como me gustaba. Dio inicio a la pequeña muerte con un fuerte jalón de cabello, hizo que mi adrenalina subiera al punto máximo. Estaba lista para que me penetrara como él deseara, pero no lo hizo, sabía que si esperaba un poco más, estaría tan mojada que no podría controlar mis instintos más básicos.

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De vez en cuando, mientras ejercía poder sobre mí, me besaba suavemente los pezones y ese contraste sólo lograba que quisiera morderlo salvajemente. Su cuerpo y el mío se unían en total sintonía. Metía sus dedos en mi boca y yo los lamía como si fuera su miembro rígido y lleno de sangre, listo para inundar mi boca con su semen.

Los dos entramos en éxtasis, listos para deshacernos el uno dentro del otro, el sudor nos hacía pertenecerle al otro. Sin saber a quién pertenecía y sin importar cuántos fluidos más acompañarían nuestra cama. Duramos toda la noche en un juego de erotismo y sexualidad, siempre esperando al otro, retándonos, olvidando la vergüenza y haciendo cosas que tal vez nunca imaginamos. Perdí las inhibiciones, gritaba como pocas veces lo había hecho, sentía su pene en mi interior y sólo quería que ahí permaneciera por siempre.

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Mis piernas temblaban, mi boca estaba dormida por recibir tantas veces una noche su semilla. Pero yo necesitaba más, más de él, de su cuerpo, de su pasión y su manera de dominarme como si siempre hubiéramos correspondido el uno al otro.

No se trata de pornografía, sino el instinto supremo de conocer aquello que nos hace «extraños», «raros», «bestias». Bestias que lo único que buscamos es saciar nuestro instinto animal, para las que no hay prejuicios, restricciones y normas, porque la sexualidad no las necesita, porque en ese momento somos animales con la única certeza de lograr experimentar un roce, un toque, una caricia que signifique una pequeña muerte de placer.

Laurie

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